Los Trastornos de la Conducta Alimentaria (TCA) son, seguramente, la psicopatología más devastadora que existe para quien la sufre y sus allegados. No podemos olvidar que es la única enfermedad mental que causa la muerte como consecuencia de la propia sintomatología, y en un número nada desdeñable de casos trae de la mano múltiples comorbilidades que dificultan el manejo clínico y oscurecen el pronóstico. Sin embargo, a pesar de lo grave que puede llegar a ser y el enorme coste vital que implica, esto no es por sí mismo suficiente como para generar un cambio en los pacientes.
El TCA es una patología seductora, sugerente. Sabe cómo llenar los vacíos de las personas y cubrir profundas necesidades emocionales. Pero también sabe ocultarse y hacer creer que no está. Es como aquella frase que dice que el mejor truco del Diablo fue convencer al mundo de que no existe.
Esta peligrosa mezcla entre la ingenuidad del que juega con fuego pretendiendo no quemarse y la convicción del que siente que necesita el síntoma propicia una ambivalencia que genera altísimos niveles de complejidad en el abordaje terapéutico. El proceso de recuperación requiere desarrollar, por un lado, conciencia de enfermedad, y por otro, una percepción del coste de sufrirla. Esto no es tarea fácil y necesariamente ha de sustentarse sobre la base de una sana y sólida relación terapéutica. Es desde ese vínculo tan especial desde el que danzamos constantemente con todas las resistencias y dificultades al cambio inherentes al proceso terapéutico en TCA.
En la clínica de TCA, por desgracia, no contamos con demasiadas técnicas específicas. Hace unos años una paciente con la que trabajaba usaba con frecuencia la expresión “bala de plata” para referirse a frases, acciones o a cualquier cosa que resultaba tanto útil como dolorosa ante algo. Es una expresión cargada de significado que nos transporta a la mitología de esos cazadores de bestias y demonios que no pueden permitirse errar el tiro. Reflexionando sobre el tratamiento con estos trastornos, desde entonces veo las técnicas de las que disponemos como valiosas y escasas balas de plata que tengo que pensar muy bien cuándo y cómo usar.
Es habitual (y altamente útil) en el manejo psicoterapéutico de estos trastornos hablar de la enfermedad como algo externo. Ajeno y a la vez íntimo. Algo con lo que relacionarnos e interactuar. A lo largo de la experiencia clínica he oído infinidad de relatos de pacientes para los que la enfermedad con la que conviven se le asemeja a algo, y eso permite construir poderosas metáforas de reflexión y comprensión. De esta manera, la armadura, el bicho, la amiga, la otra, el amante, el alien o la relación tóxica se convierten en ejemplos de un imaginario con el que las personas se relacionan con su TCA y, por ende, nosotros como terapeutas. El libro Medios narrativos para fines terapéuticos de Epson y White es un maravilloso punto de partida para este enfoque.
Recientemente, hablaba con una joven paciente acerca de la necesidad de renunciar a la enfermedad para poder recuperarse y de como ella recibía el mensaje por parte, tanto de profesionales como de sus seres queridos, de que era imprescindible odiar al TCA para salir de él. Sin embargo, para esta chica no era posible contactar con ese odio. La conciencia que tiene de su proceso y de la relación con su enfermedad le impide odiarla. Al contrario, queriendo recuperarse y salir, tiene plena conciencia de todo lo que la necesita. Es cierto que muchas veces para generar conciencia y coste de enfermedad buscamos ver al trastorno como un enemigo, como un demonio. Una bestia que abatir con una de esas balas de plata. Algo de que ha generado y genera tanto sufrimiento merece ser destruido por completo. Tener la convicción de que la vida será mejor sin el TCA y entregarnos a esa cruenta batalla hasta alcanzar la victoria.
Este enfoque, siendo habitual (y también altamente útil), parecía que aquí no encajaba. A pesar de que como terapeuta siempre pensé que la recuperación ideal es aquella que integra la enfermedad como una etapa, y le da sentido, ésta es la fase final. Una vez derrotado, o al menos muy debilitado el enemigo. Influencia de Victor Frankl, y de aquel famoso discurso de Steve Jobs en Stanford, supongo. De todo se aprende. Conseguir esa integración amable no es algo a lo que siempre se llega ni tampoco algo imprescindible para la recuperación. No por incapacidad, a veces por convicción. Dar las gracias y perdonar a algo que te ha dañado y dañado tanto, no es fácil. Y es lícito, desde luego. No hace falta salir del país para ver cómo mantenemos viejos odios de guerras pasadas que muchos ni vivimos.
A lo largo de esa sesión reflexionamos juntos sobre si era imprescindible el odio o el rechazo para despedirse o cerrar una etapa, y no fue complicado caer en la cuenta de que no es así. Poníamos el ejemplo de esos juguetes de infancia que en algún momento fueron importantísimos y centrales en nuestra vida, y con los que poco a poco, sin saber bien cómo, nos fuimos relacionando de otra manera y distanciando. No hay odio ahí. Hay evolución y cambio. Hay incluso nostalgia y cariño, pero no ganas de volver. Intentar de adulto volver a jugar con ese juguete no va a ser nunca lo mismo. Trasladando la misma reflexión a otra paciente, una mujer en torno a los 50 años con más de 30 años de convivencia con la enfermedad, podía conectar perfectamente con la posición de la joven. Ella ponía el ejemplo de una relación que tuvo con un chico en la que, a pesar de haber un amor apasionado e intenso, la relación dejó de aportar lo necesario para construir un futuro con esa persona. Hablaba también de una despedida amable y cariñosa. Sin rabia, rencor, ni remordimientos propios ni ajenos.
Aquellos alumnos que han tenido ocasión de sufrirme como docente en algún curso o módulo sobre estos trastornos, me habrán oído hablar, entre fotos de cabras majoreras, de que los terapeutas de TCA tenemos que ser flexibles (porque la enfermedad es rígida), estar especializados (porque la enfermedad es compleja) y adaptarnos todo lo que podamos al caso concreto (porque cada persona tiene su propia realidad e historia). Estas han sido unas de esas sesiones que te enseñan cosas que no están en los libros ni en los manuales. Cosas que se aprenden poniendo atención a la historia de la persona que tenemos delante. Cosas que quizá intuyes, pero no cristalizas. Incluso, como en este caso, que piensas que encajan mejor en otras fases del proceso.
Hay veces que el amor por sí solo no basta. Desde luego. Esto en ningún caso será generalizable, pero nos puede invitar a reflexionar. Quizá en algunos casos desde el amor también se puede uno despedir de la enfermedad y dejarla atrás. Como esos juguetes maravillosos de infancia. Al final el niño que fuimos también contribuyó en el adulto en el que nos convertimos, aunque este último tendrá siempre mas capacidad de elección.