El mundo de las emociones ha ido ganando terreno en los estudios psicológicos y neurológicos de las últimas décadas. La tan valorada racionalidad empezó a dejar paso a nuevos campos de investigación mental, importantes en nuestro comportamiento cotidiano y en el modo de ser y actuar en nuestras vidas.
La emoción es parte de nuestra mente, es conocimiento para la adaptación, para la resolución de problemas y la toma de decisiones. Vivir contando con nuestras emociones supone dar respuesta apropiada a los cambios de la vida diaria y disfrutar de la misma.
Pero hoy en día, todavía las emociones y el tratar de ellas suscitan cierto miedo y/o precaución. Nos sentimos inseguros al afrontar nuestra emotividad. A ello no ayuda la falta de una educación emocional en las escuelas, ni la falta del desarrollo de la inteligencia emocional y las habilidades emocionales. No recibimos una tutela emocional que nos guíe en nuestro modo de conducirnos y hacer frente a nuestras emociones. Las manejamos a través de las creencias que nosotros mismos nos hemos inventado sobre cómo es mejor afrontarlas, basadas en nuestras experiencias previas. Nuestra inseguridad en su manejo nos hace pensar que controlarlas es lo mejor, no dejando que afloren a la superficie. Pero la emotividad surge en nuestro interior y nos mueve deseos, miedos, odios, dolor… que muchas veces nos dominan y desbordan.
Nuestro cerebro emocional está integrado por el sistema límbico, destacando la amígdala y el hipocampo como centros generadores de las emociones. La primera como alarma y procesadora de las emociones; el segundo, registrando y creando una memoria a corto y largo plazo. Ambos forman la memoria emocional (la carga emocional de las experiencias se quedan marcadas en la mente). Sin ella no hay acceso a las emociones ni al aprendizaje emocional, lo que incapacita al sujeto para la toma de decisiones.
El cerebro emocional es más rudimentario pero más rápido en su respuesta (acción) que el cerebro racional (reflexión). Está diseñado para la supervivencia y la adaptación, para responder a estímulos que supongan un riesgo para nuestra existencia o para la acción ante sucesos cambiantes. El sistema límbico mantiene una rápida conexión con el sistema nervioso autónomo y el sistema endocrino, lo que explica la activación corporal cuando sentimos una emoción. Está ligado íntimamente con nuestro cuerpo (por eso, al sentir una emoción se generan sensaciones corporales y unos pensamientos asociados a ella). Es más fácil acceder a ellas a través del cuerpo que por la palabra. Por eso, también los medios más inconscientes, como el arte, son buenos vehículos para la terapia emocional puesto que movilizan los recuerdos de la amígdala. En este tipo de terapia es necesario experienciar las emociones para provocar un cambio. Con tal experiencia podremos dar sentido a nuestras emociones y buscar una nueva forma de entender nuestros sentimientos.
Cada emoción tiene su función. Estudios al respecto (Paul Ekman) han demostrado que hay, por lo menos, seis emociones innatas: alegría, tristeza, miedo, asco, enfado y sorpresa. Pero muchas veces es difícil identificarlas porque se camuflan unas a otras. Además hay una amalgama de términos que se confunden con la emoción. Así, los sentimientos se formarían por la unión de emociones y los pensamientos asociados a ellas (sería la emoción voluntaria, evocada por el propio pensamiento, por ejemplo tener un acceso de tristeza no es lo mismo que sentir melancolía); el estado de ánimo sería el mantenimiento del estado fisiológico que deja una emoción pero en menor intensidad (no es lo mismo sentir el enfado por algo, que estar de mal humor durante un tiempo debido a este enfado); el temperamento es la tendencia a evocar una emoción ante una determinada situación (por nuestro aprendizaje o experiencia emocional).
En nuestro día a día debemos ser conscientes de que nuestro modo de sentir nos influye y dirige casi tanto o más que nuestro propio razonamiento. El ser feliz no se piensa, se siente. Las emociones son señales que nos impulsan a actuar, a movernos en una dirección, a decidir. Nos dan información de las situaciones; nos advierten de que algo va mal o bien; son una guía de nuestro comportamiento y nuestra satisfacción/insatisfacción en la vida. Por lo tanto, nos hacen más eficaces para la felicidad, dando significado a lo que hacemos (en términos de bienestar). Las emociones “positivas” nos hacen sentir bien. Las emociones “negativas” nos indican que algo va mal y que debemos hacer algo al respecto. Por qué no disfrutar de las primeras y atender a las segundas, puesto que nos hacen patente un problema para que la razón lo resuelva.
El desarrollo de una inteligencia emocional y de habilidades emocionales implica a aptitudes para identificar las propias emociones y las de los demás (empatía), comprenderlas y darles sentido, mejorar su regulación (controlándolas, cambiando nuestras respuestas o la intensidad de las mismas), automotivarse y controlar las relaciones con los demás (para el éxito social). Esto supone el dominio de sí mismo y la capacidad de actuar acorde a las metas que nos marcamos.
Para ello es necesaria la síntesis de la emoción y la razón, una como movilizadora y otra como guía, moderadora y planificadora de la acción. Sin trabajar en el desarrollo de ambas, no conseguiremos una vida más plena y satisfactoria. En esto estriba el adquirir habilidades para la felicidad. ¿Por qué no tomar conciencia de la importancia de ambas? Los juicios del corazón y de la razón, no se excluyen sino que deben complementarse, siendo los primeros los que antes reducen las opciones ante la toma de decisiones (intuición) y los segundos los que toman las decisiones meditadas (reflexión). La confusión e incompetencia emocional sólo llevan al descontrol y falta de manejo de la propia vida. Y a ello se pueden unir numerosos trastornos y problemas como adicciones, rechazo social, depresión, trastornos de la conducta alimentaria, problemas de aprendizaje, atención y razonamiento…
Implicarse en el conocimiento y educación de nuestras emociones supone facilitar aptitudes para la estabilidad, la autoestima, el respeto, la responsabilidad, el autocontrol… habilidades que, hoy en día, se evidencian como necesarias para la autorrealización y para una vida adecuada en sociedad.
Leonor Uriarte González
Unidad de TCA
Área Emocional