Hoy en día la palabra vergüenza está muy en boga pero quizá sea una de las emociones que menos atendemos.
Es muy interesante cómo funciona la vergüenza en las personas. Boris Cyrulnik en su libro “Morirse de vergüenza. El miedo a la mirada del otro” (Ed. Mondadori 2011) hace referencia a diferentes casos y evidencia modos en los que la vergüenza es un auténtico obstáculo en nuestras vidas. Gran parte de este artículo está basado en su lectura y me parece interesante hacer hincapié en esta emoción, olvidada muchas veces.
Etimológicamente la palabra vergüenza viene del latín verecundia que significa tener un temor respetuoso. Pero este “respeto” de origen, en la realidad, se tergiversa en un temor que no respeta al individuo porque lo limita y no le deja crecer en experiencias.
La cuestión es que la vergüenza es una de las emociones más personales, internas, no evidentes y ocultas de nuestro registro emocional. La emoción que no se expresa pero que no calla en nuestro interior. Una emoción invisible, sólo patente en momentos en que nos vemos expuestos a los demás y nos ruborizamos. Pero la vergüenza es una emoción que influye en un gran espectro de emociones y sentimientos.
La vergüenza es la emoción de la protección, de los secretos, del “no sabréis lo que no quiero que sepáis”, la que evita enfrentarse a la mirada del otro. Es una emoción que nos bloquea e impide unas correctas relaciones con los demás. Además, la vergüenza hace memoria. Incluso en situaciones que no suponen un riesgo creemos que estamos en peligro y nos hace ser avergonzados, no saliendo de nuestra zona de confort y abriendo una brecha en la relación con el otro.
Para explicar el origen de la vergüenza podríamos acudir a diferentes causas. Se produce una ruptura entre lo que soy (o mi representación de lo que soy) y lo que me gustaría ser. El no llegar a nuestro ideal nos cohibe, nos hace sentir inferiores. Lo que nos hace fuertes nos enorgullece; lo que nos humilla nos debilita. A esto se suma el miedo a la crítica del otro, a sentirnos vulnerables. Necesitamos la vergüenza para protegernos. Otras veces callamos y no confesamos nuestras miserias por miedo a preocupar al otro, a incomodarle o a entristecerle.
Podemos sentir diferentes tipos de vergüenza. La más obvia es la que se produce cuando realizamos o pensamos acciones punibles o mal vistas a ojos propios y de los demás y que nos crea un sentimiento de malestar, incomodidad y autocrítica negativa por no haber actuado o pensado de modo acorde a las normas y/o valores personales y sociales. Está relacionada con la pérdida de la propia dignidad y con el enfrentamiento a nuestro sistema de valores. Aquí asociamos la vergüenza con la moralidad.
Otra causa de vergüenza es la que relacionamos con nuestra propia inseguridad. El pensar que no vamos a dar la talla o que no estamos a la altura. Nos paraliza sentirnos expuestos y que puedan hacerse visibles nuestras carencias. En este caso se relaciona con el miedo a la mirada y juicio de los demás. Aquí la vergüenza nos bloquea evitando exponernos a situaciones de crecimiento personal. El sentirnos inferiores nos hace parecer vulnerables a los demás.
La conocida como vergüenza ajena. Aquella que no sentimos por nosotros mismos sino por los demás. En este caso somos nosotros los que actuamos de jueces y nos produce un malestar ya sea por cercanía con la persona que está en evidencia, ya sea porque no toleramos ciertos comportamientos y lo llevamos al terreno personal. Puede producirse por una identificación (“si me pasara a mí esto”), por una decepción (“cómo puede hacerme esto”) o por una actitud crítica excesiva hacia el otro (“cómo puede haber gente así”).
Y por último, y quizá la más compleja, dañina o enfermiza de todas, la vergüenza que sentimos después de haber sufrido un suceso traumático (agresiones, abusos, acosos). De víctimas reales pasamos a ser culpables; nuestra mente empieza a crear discursos de culpa, a hacernos sentir responsables de lo ocurrido. A esto se une la sensación de sentirnos vulnerables, frágiles, manipulables, porque otro se ha impuesto a nuestra voluntad. Y esto nos avergüenza tremendamente. Nos hace meternos en nuestro caparazón, en desconfiar, en aislarnos. Con lo que se junta el daño sufrido con nuestro juicio implacable. Es esta vergüenza patológica la que nos impide superar lo sucedido, la que nos bloquea y no nos permite avanzar, porque no somos capaces de declarar lo ocurrido y hacerle frente.
La vergüenza está relacionada con otras emociones. Con la culpa tiene una relación muy íntima. El avergonzado se siente culpable de aquello que le avergüenza. Se siente despreciable y se esconde para sufrir menos. El culpable se castiga para expiar su culpa pero antes de confesarla siente una vergüenza profunda por ella, la esconde.
Con el miedo, porque el que se avergüenza teme el juicio del otro. La vergüenza esconde lo que el miedo teme. El sentirse avergonzado es sentirse inferior pero también cobarde porque se escabulle.
Superar la vergüenza es posible. Para ello hay que hacer visible aquello que ocultamos y nos avergüenza. Decir para sanar supone enfrentarse a lo que nos humilla para levantarnos dignamente y salir de la trampa. Ser sinceros con nosotros y con los demás. El confesar, desvelar nuestro secreto es salir de la vergüenza. Para ello es importante elegir un confidente que no juzgue sino que comprenda, que nos dé apoyo y dé cabida a aquello que le confesamos. El avergonzado se salva por el relato al otro “como si fuera uno mismo” (Cyrulnik). Este acto de comprensión por parte del otro nos libera.
También es posible convertir la vergüenza en orgullo. Cuando tenemos un recuerdo que nos avergüenza que al hacernos adultos cobra sentido (un padre que nos parecía débil y descubrimos su fortaleza; una madre que nos parecía descuidada y se nos revela su sacrificio; etc.).
La vergüenza es una emoción que desgasta, lenta y constantemente. El avergonzado es víctima de su propio secreto, de aquello que le impide ser feliz, que le limita en su acción y en sus relaciones. Debemos ser conscientes de la importancia que esto tiene en nuestras vidas y analizar qué estamos dispuestos a sacrificar por ocultar algo, que quizá no sea tan malo a ojos de los demás. En la vergüenza muchas veces somos nosotros nuestros peores jueces, no dándonos espacio para ser escuchados y comprendidos.
Démonos esta oportunidad y también le estaremos dando al otro la oportunidad de conocernos, de descubrirnos y de comprendernos.
Leonor Uriarte
Área emocional
Unidad de TCA