No cabe duda de que cada día estamos más expuestos a un ambiente en el cuál es muy difícil mantener los buenos hábitos alimentarios, y por ende un ambiente que favorece la obesidad y el sobrepeso.
Anuncios en televisión o radio que acceden directamente a nuestro sistema perceptivo y atencional, fotos sugerentes de productos basura en marquesinas, en internet, en revistas o, de forma directa, en nuestros buzones.
Nuestra costumbre de alimentarnos para sobrevivir está influenciada a diario por el bombardeo publicitario de productos insanos, y me atrevería decir, baratos y accesibles.
Por otro lado, la falta de actividad diaria y el escaso nivel de ejercicio físico que practicamos terminan de inclinar la balanza en nuestra contra.
Podríamos decir que un ambiente obesogénico es el conjunto de factores, como el crecimiento de la industria alimentaria, la facilidad para acceder a la comida de baja calidad, los precios de los mismos productos, el sedentarismo, la educación alimentaria, las costumbre y nuestra cultura, que han favorecido a lo largo de las ultimas décadas los niveles de prevalencia de obesidad y de sobrepeso en nuestra sociedad, con una mayor prevalencia en la población infantil.
Los enfoques preventivos se centran por una parte en iniciativas orientadas al cambio individual, fomentando una alimentación saludable y un aumento de la cantidad de actividad física diaria, y por otra a prevenir a través de campañas publicitarias la instauración de buenos hábitos en la población general.
Pero somos seres sociales y no podemos obviar el contexto en el cuál nos desenvolvemos. Por lo tanto, sería muy positivo que pudiéramos atender a la premisa de que cada individuo no responde de la misma manera a un mismo contexto.
Los factores de aprendizaje que vamos escribiendo en nuestra hoja de ruta a lo largo de nuestra vida no se instauran ya en la adultez, si no que son el resultado de una exposición a nuestro entorno, incluso mucho antes de nacer, con los hábitos de alimentación que presentan nuestras madres. Y es que, los hábitos instaurados en nuestra familia, que se corresponde a nuestro entorno más cercano, van a condicionar nuestra forma de alimentarnos.
De la misma manera, los hábitos sedentarios se transmiten de la misma forma, condicionando nuestra actitud hacía una vida donde el movimiento sea la base para relacionarnos con nuestro entorno, bien sea como actividad física a la hora de realizar cualquier actividad cotidiana o como ejercicio físico, buscando los espacios donde practicar algún tipo de deporte con la intención de cuidar nuestro cuerpo.
Podemos concluir que tanto los niños como los adultos de nuestra sociedad, y sobre todo cuando se trata de núcleos urbanos, estamos expuestos a un ambiente obesogénico sin el mayor género de dudas. La confluencia de unos malos hábitos alimentarios con el déficit de actividad física nos colocan en el lado de la balanza que no deseamos.
Este problema, con tintes de epidemia, debe abordarse desde el trabajo multi e interdisciplinar, integrando a la mayor parte de profesionales de diferentes áreas, para que el trabajo en equipo pueda arrojan soluciones de gran valor para la población afectada.
Promover espacios dedicados a la practica deportiva en las grandes ciudades, fomentar el transporte público, pero también los desplazamientos a pie por las grandes ciudades, rediseñando las estructuras viarias, diseñar puestos de trabajo ágiles, y fomentar a través de campañas de concienciación social el incremento de actividad física y emocional, y la adopción de correctos hábitos alimentarios son algunas de las ideas de por dónde tenemos que ir luchando contra el ambiente obesogénico al que estamos expuesto a diario.