Hace un tiempo, fuera de mi contexto de trabajo, le sugerí a un antiguo compañero de colegio que acudiera a hablar con un psicólogo. Estaba profundamente afectado por una circunstancia familiar y, con la torpeza propia de alguien que no tiene la costumbre de pedir ayuda en cuestiones de salud mental, intentaba explicarme su situación en una cafetería junto a otros amigos.
“No me hace falta, tengo mucha gente que me apoya y mis amigos saben escucharme, y sin pagar. Además, qué me va a decir que no me haya dicho ya alguien que me conoce y conoce mi situación”, fue su respuesta.
Me costó entender cómo dos figuras que para mí son dos fuentes tan diferentes de acompañamiento se habían fusionado en la mente de mi compañero y de otros presentes. En la mesa había otra psicóloga y tras una mirada y acuerdo tácito entendimos que nuestros amigos ese día volverían a casa sabiendo la diferencia entre amigo y psicólogo.
Es un vínculo en el que todo lo que ocurre se centra en generar la ayuda más adecuada para el paciente y está basado en la confidencialidad, objetividad, la ausencia de juicios y la empatía.
Cuando aparece la necesidad de abordar y ponerle una nueva conciencia a un determinado problema todos los apoyos cuentan, y no es cuestión de empezar a reservar las charlas personales para el espacio terapéutico, de hecho, todos los apoyos con los que podamos contar y sintamos que nos sirven de ayuda deben seguir existiendo y funcionando.
Si bien es cierto que un amigo es imprescindible como parte necesaria de nuestro desarrollo a lo largo de nuestra vida, y un médico lo es en cuestiones de salud física, también lo es el psicólogo cuando este tipo de trabajo se vuelve necesario para el bienestar global de cada uno.